por Castillo Marín, Ángel
Una de las paradojas argentinas consiste en que la polarización que se observa en la estructura social no se repite en la estructura de la división de partidos políticos. La Argentina es un país de divisiones. Ortega y Gasset intuyó la existencia de una oscura compulsión que impedía a España integrarse como nación, muy semejante a la que existe actualmente en nuestro país, y la denominó particularismo. Pocos años después esa compulsión se convirtió en acción directa, causando un millón de muertos. El destino vital de una nación depende, en definitiva, de la capacidad de incorporar creativamente a todos sus miembros. Consiste, sencillamente, en un proceso de integración. Pero, como ocurre en los ecosistemas y en los cuentos de Borges, la mutación no nace nunca en el centro sino en los bordes, la vitalidad está en las orillas.
Cuando los integrantes de un organismo social o biológico no se abren… se extinguen. Y con ellos tiende también a desaparecer el sistema que los cobija. La compulsión disociativa actual de nuestro sistema socio-político va en esta dirección. Con las únicas excepciones de las mesas de enlace agropecuaria, de ex ministros de energía y religiosas al nivel ecuménico. La Argentina necesita ser conducida por dos grandes coaliciones partidarias, que se alternen entre el Gobierno y la oposición, complementando sus atributos a través del tiempo. Un sistema político bipolar que elimine la incertidumbre, haciendo previsible el futuro de la nación.
En todo sistema, el nivel de claridad y eficiencia es inversamente proporcional al número de los factores que lo integran. En política, la fragmentación en partidos, corrientes o movimientos suele incrementar la confusión y complicar las decisiones, aún más que la proliferación de candidatos. Los sistemas bipartidarios vigentes en el mundo demuestran que en ellos la población se unifica de acuerdo con ideales, principios y programas de largo plazo. Cuando las opciones electorales son solamente dos, los ciudadanos pueden conocer mejor las propuestas, y saber lo que posiblemente les espera después de elegir.
Por el contrario, en sistemas multipartidarios como el nuestro, la política se convierte en un juego de azar, donde la proliferación de programas, candidatos y fórmulas oscurecen la visión del ciudadano, impidiéndole elegir racionalmente a sus candidatos.
La rutina de la alternancia, que se observa en las naciones avanzadas, es también un factor que explica el nivel de desarrollo y de coherencia política alcanzados en los últimos años por nuestros vecinos: Brasil, Chile y Uruguay. Immanuel Kant demostró que la descomposición del todo en sus partes puede facilitar el conocimiento, pero no añade nada nuevo al saber. Un sistema político plagado de partidos y candidatos, dependientes de la dudosa probabilidad de las encuestas, no preanuncia gobiernos confiables.
Sabemos, por experiencia, que la desintegración de las fuerzas políticas determina un fenómeno contrapuesto de disgregación y al mismo tiempo de concentración del poder, que condiciona la independencia de las instituciones. A pesar de ello nuestros dirigentes continúan fragmentándose en forma irracional, dentro y fuera de sus partidos.
Cuando alguna institución, como sucedió recientemente en la Comisión de Justicia y Paz del Episcopado, intenta promover el consenso entre el sistema político y la sociedad civil para centrar la prioridad sobre un tema tan crucial como la pobreza, la iniciativa es de inmediato rechazada, o queda “en suspenso”.
La tarea esencial del Estado y de los líderes sociales consiste en encontrar síntesis que aglutinen lo heterogéneo, en función de principios y valores compartidos, transcendiendo las diferencias e intereses individuales.
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El autor es politólogo y profesor en la Universidad del Salvador.